La salsa del fútbol
- Juez y Parte UAB
- 29 mar 2019
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 11 abr 2019
PAU CAZORLA
No es un Barça-Real Madrid, y no parece que haya ningún Messi entre ellos, pero cualquier partido es importante, especialmente si uno de los protagonistas es tu primogénito.
Antonio Casadesús apenas le quita ojo a su retoño, ni tan siquiera cuando el marcador está ya 3-0 arriba para los suyos. Los momentos en que lo hace los dedica a escudriñar la actuación del árbitro.

“Me controlo”, avisa. Aún así, es inevitable que le suelte algún exabrupto de vez en cuando. Solo cuando la decisión va en contra de sus intereses, por supuesto. Es sábado por la mañana y el calor primaveral aprieta. Las cervezas abundan entre las filas de padres que se agolpan para animar a los suyos, muy cerca de la línea de cal. El alcohol ayuda a que se dé rienda suelta a las bajas pasiones y los improperios contra el colegiado van in crescendo con el paso de los minutos. Afortunadamente, el resultado es amplio y el trencilla de esta semana parece tener menos faena. Hay días peores, me confirma Antonio.
Este electricista de Terrassa estuvo trabajando años atrás en Dinamarca, y recuerda que allí -quizá por el frío, quizá por la manida educación nórdica- el ambiente en las gradas era bastante más calmado. De hecho, los insultos a los oficiales del partido no están tolerados, así que funciona una especie de presión social contra estas actitudes. Deberíamos aprender de ellos, reconoce. “Yo, el primero”. Sobre todo, en caso de partidos con menores de edad. Por sus palabras se deduce que, en Primera División, estas cosas van incluidas en el sueldo. El propio Antonio arbitró algunos partidillos en sus años mozos. “Estás ahí, aguantando de todo, por cuatro duros, y tienes que seguir a lo tuyo. Al final, te acostumbras”. No te queda otra, claro.
Las anécdotas de varias décadas como aficionado al fútbol local empiezan a florecer. Desde aquella vez en que un partido se tuvo que suspender con 0-2 porque el árbitro no se atrevía a seguir, hasta aquella otra en la que algunas sillas de plástico barato del bar comenzaron a volar en dirección al terreno de juego.
Sin embargo, parece ser una cuestión de tiempo. Cada vez se ve menos, según su percepción, aunque de vez en cuando aparezcan por las noticias o las redes vídeos de auténticas barbaridades. Al hilo de esta apreciación, muestra en su teléfono el último hit. Un árbitro que, harto de los berridos, se encara con uno de los padres que le estaban increpando. No puede evitar la sonrisilla cuando lo ve, especialmente cuando el colegiado corre de forma peculiar hacia la grada por segunda vez. “En realidad, es triste, pero hace gracia”.
Todo en torno a su actitud y su discurso se ve envuelto en un cierto halo de contradicción. Llega el 3-1 y, pese a estar cerca del final, el gesto de las gafas hace acto de presencia, para hacerle ver al linier (en este caso, las culpas se centran en él) el supuesto fuera de juego con el que se inició la jugada. Aquí la presión social parece empujar hacia la otra dirección: raro es aquél que no se une a la protesta colectiva. ¿Cuál es el objetivo?, me pregunto. Tras lo visto durante la última hora, su principal utilidad es la de desahogar las frustraciones. Su respuesta llega tras unos segundos de titubeo. En ocasiones puede servir para amedentrar. Casualmente, o no, ese mismo linier señala offside unos minutos más tarde en una jugada parecida. Llegan uno de los pocos aplausos de la mañana. “Así, sí”. Ya se sabe: veinte de cal y una de arena.
“Mientras no se crucen algunas líneas rojas, tampoco lo veo tan grave...”
El partido llega a su final y podemos charlar con más tranquilidad. Su hijo está en vestuarios, celebrando otros 3 puntos. Antonio lo celebra con otra cerveza, la que hace tres en la mañana. Todo esto forma parte de la salsa del fútbol, haciendo una involuntaria analogía con las tristes bravas de la mesa de al lado del bar-chiringuito, que necesitan ese aliño para darles picante y hacerlas menos aburridas. Una suerte de cultura o tradición futbolística: durante toda la vida ha sido así, y así seguirá siendo, al menos por ahora. “Mientras no se crucen algunas líneas rojas, tampoco lo veo tan grave, la verdad”. El problema parece estar en definir esas líneas infranqueables, que suelen ser difusas y, a la postre, no tan infranqueables. Algunos creen que con la entrada (que suele ser gratuita) se incluye barra libre, y no precisamente la del bar. Mientras apura la grasienta bolsa de patatas fritas con la que acompaña a la rubia, apunta una posible salida a este tipo de situaciones: que las Federaciones intervengan. “El problema es que, si nos echan del campo por tirar algún insultillo, aquí no queda ni Dios”. Es un círculo vicioso y viciado.

Vicente, el hijo, aparece en la lejanía, reclamando la atención de su padre. Es hora de marchar. El árbitro hace rato que ha dejado el campo, sin mayores incidentes. La semana que viene, más.
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